Desde que estrenó a finales de 2022, el programa de inteligencia artificial ChatGPT no ha dejado de ser tema de conversación, tanto de quienes admiran este avance tecnológico como de quienes temen sus repercusiones.
Gran parte del debate se ha centrado en los usos que podría tener este chatbot inteligente, que es capaz de responder casi a cualquier pregunta de un usuario y de producir textos que parecen escritos por un humano.
¿La utilizarán los estudiantes para que les haga los deberes? ¿Y los dirigentes para que les escriba los discursos? ¿Podría incluso escribir este artículo que estás leyendo?
Además de la gran inquietud sobre si dejará este programa de inteligencia artificial (IA) sin trabajo a millones de personas que hoy realizan tareas que esta máquina puede realizar en cuestión de segundos, otra controversia tiene que ver con los derechos de autor.
ChatGPT utiliza información que obtiene principalmente de internet. Pero en general no cita las fuentes, llevando a acusaciones de plagio que ya han derivado en denuncias legales.
Pero detrás del ruido que ha generado esta innovación, y el avance que significa para las tecnologías que usan IA, se esconde otra polémica que es mucho menos conocida.
Tiene que ver con los cientos de miles de trabajadores, muchos de bajos ingresos, sin los cuales no existirían sistemas de IA como ChatGPT.
No hablamos de los programadores que diseñan los algoritmos, que suelen trabajar en lugares como Sillicon Valley y cobrar buenos sueldos.
Hablamos de la “fuerza laboral oculta”, como la llamó la asociación sin fines de lucro Partnership on AI (PAI), que agrupa a organizaciones académicas, de la sociedad civil, de los medios y de la propia industria involucrados con la IA.
¿Quiénes componen esta fuerza escondida? Personas subcontratadas por las grandes empresas tecnológicas, en general en países pobres en el hemisferio Sur, para “entrenar” a los sistemas de IA.
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