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Coronavirus: cómo las pandemias modificaron la arquitectura y qué cambiará en nuestras ciudades después del covid-19

Ahora que pasas más tiempo en casa, mira a tu alrededor. ¿Tienes clósets en el cuarto, baldosas y azulejos en el baño y la cocina y agua corriente que, tras usarla, desaparece como por arte de magia?

¿Sabías que todo eso es así en gran medida debido a una u otra epidemia?

Los clósets, por ejemplo, empezaron a ser la norma a principios del siglo XX, cuando los armarios de antaño se empezaron a considerar antihigiénicos.

¿Por qué?

Porque en ellos se acumulaba, en lugares difíciles de limpiar, algo que desde mediados del siglo anterior había pasado de ser una molestia a un riesgo para la salud: el polvo.

Así, los muebles empotrados pasaron a formar parte integral del diseño arquitectónico de viviendas a tal punto que seguro te extrañaría ver una habitación o una cocina sin ellos.

Pero mientras que la aversión al polvo tardó décadas en producir este resultado, las respuestas a otras amenazas no dieron tanta tregua.

El grandioso cambio del siglo XIX

Oleadas de epidemias que mataban altos porcentajes de las poblaciones conjugadas con teorías científicas, acertadas o erradas, moldearon nuestro mundo construido, y cambiaron fundamentalmente nuestra realidad.

“En los últimos 150 años, la expectativa de vida ha aumentado de alrededor de 45 a 80 años y es justo afirmar que la mitad de eso se debe a la arquitectura y la ingeniería y la otra mitad, a la comunidad médica “, le dijo a BBC Mundo Jakob Brandtberg Knudsen, decano de la escuela de arquitectura de la Real Academia de Bellas Artes de Dinamarca.

“Solemos pensar que los grandes cambios se deben a que tenemos hospitales y cosas así. Ese no es el gran cambio. El gran cambio vino antes, cuando conseguimos tener agua limpia y manejar la sucia, así como mejores viviendas”.

Un ejemplo de ello fue un nauseabundo evento conocido como “El Gran Hedor” que sirvió de catalizador de un proyecto de construcción monumental que mejoró drásticamente la salud del público.

En el caluroso verano de 1858, las temperaturas de más de 30ºC hicieron que el distintivo aroma del río Támesis -durante siglos usado como vertedero de desechos humanos, animales e industriales- invadiera Londres y obligó a los miembros del flamante Parlamento a tomar finalmente medidas “para la purificación del Támesis y el drenaje de la metrópoli”.

El propósito del acueducto era “la reducción misericordiosa de la epidemia” de la enfermedad más temida, el cólera, que afectaba a ricos y pobres y para la que no había cura.

Y lo cumplió: en 1866 la mayor parte de Londres se salvó de un brote de cólera que afectó solamente a quienes vivían en la única zona que faltaba por conectar a la red.

“El diabólico olor”

Ese logro fue una feliz casualidad pues el plan se fundamentó en un error científico.

La idea era librar a sus residentes de lo que se creía era la causa de la enfermedad y la muerte: el “diabólico olor” que expedía el agua y no las bacterias que vivían en ella.

La teoría miasmática afirmaba que las enfermedades venían de aire tóxico (miasma), pues contenía partículas de materia en descomposición suspendidas que producían un vapor viciado, el cual causaba la dolencia.

Aunque con el tiempo fue refutada, ” la teoría del miasma fue la gran transformadora del espacio urbano, más que la comprensión de la enfermedad bacteriológica “, declara el antropólogo médico Christos Lynteris.

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